Hoy he visitado la Colección 3 del Museo Reina Sofía, que alberga obras fechadas entre 1962 y 1982 en la ampliación diseñada por Jean Nouvel. En términos generales, no me ha gustado demasiado. Mucho ombliguismo en la selección de artistas y obras, como para reivindicar que en España también vivimos «la muerte del arte y el autor» en los 70 con la misma virulencia que en resto del planeta aunque, quizás, silenciado por el tardofranquismo. Uno de los momentos surrealistas de la exposición es ver una proyección de una entrevista a un Javier Mariscal con bigote, pelazo y esa voz que tiene de haberse fumado un porro diciendo que no sabe cuál es su pintor favorito porque no sabe nada de historia del arte o que había pintado todos los cuadros de las dos exposiciones que presentaba en solo quince días.
Casi todo me parecía ya visto o menor. Puede que porque otros artistas han pasado a la historia haciendo lo mismo que estos y ya no me sorprende. O puede que sea la continuación natural de mi relación con el Museo Reina Sofía, donde las obras expuestas son las que yo nunca habría elegido o las que menos me gustan de cada artista, como si el comisario tuviera un gusto diametralmente opuesto al mío o hubiera comprado los saldos que quedaban después de que el resto de museos hubieran escogido.
Sin embargo, como pasa en todos los museos de arte moderno, siempre hay alguna obra que te sorprende, te emociona o te golpea. Además de algunas piezas seguras, como una serie de cuatro cuadros de Richter, o una escultura del Grupo Crónica muy curiosa, me ha gustado mucho «El empaquetado de las patatas duras» de Öyvind Fahlström, con unas formas recortadas y étereas clavadas en un mapa de Chile, que combinaban ilustración y poesía como denuncia social. Me recordaban por la forma y la disposición a las marionetas de sombras de Indonesia.
Otra obra que me ha gustado ha sido una instalación que utilizaba la serie de Fibonacci para mostrar como se va llenando un comedor de trabajadores. Así como Merz la utilizaba para mostrar el progreso social, creo que este artista trata de mostrar la otra cara del progreso social con la misma técnica. Me ha parecido muy ingenioso e interesante.
Pero de todo lo visto, lo que me ha parecido más impactante es un «manifiesto» de Roberto Jacoby, que hizo en el año 1968, pero que tiene plena vigencia en nuestros días. La vida y la conquista de la libertad es la obra de arte colectiva más importante; cuando todo lo que nos rodea ya es arte, la mera contemplación no basta para cambiar el mundo:
Este mensaje está dirigido al reducido grupo de creadores, simuladores, críticos y promotores, es decir, a los que están comprometidos por su talento, su inteligencia, su interés económico o de prestigio, o su estupidez, en lo que se llama «arte de vanguardia». A los que metódicamente buscan darse en Di Telia «el baño de cultura», al público en general.
Vanguardia es el movimiento de pensamiento que niega permanentemente al arte y afirma permanentemente la historia. En este recorrido de afirmación y negación simultánea, el arte y la vida se han ¡do confundiendo hasta hacerse inseparables.
Todos los fenómenos de la vida social se han convertido en materia estética: la moda, la industria y la tecnología, los medios de comunicación de masas, etc.
«Se acabó la contemplación estética porque la estética se disuelve en la vida social.»
Se acabó también la obra de arte porque la vida y el planeta mismo empiezan a serlo.
Por eso se esparce por todas partes una lucha necesaria, sangrienta y hermosa por la creación del mundo nuevo. Y la vanguardia no puede dejar de afirmar la historia, de afirmar la justa, heroica violencia de esta lucha.
El futuro del arte se liga no a la creación de obras, sino a la definición de nuevos conceptos de vida; y el artista se convierte en el propagandista de esos conceptos. El «arte» no tiene ninguna importancia: es la vida la que cuenta. Es la historia de estos años que vienen. Es la creación de la obra colectiva más gigantesca de la historia: la conquista de la tierra, de la libertad por el hombre.